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El hombre se echó a la boca un puñado de endrinas para engañar el hambre mientras se acomodaba entre los riscos disponiéndose a pasar la noche. En los Alpes orientales, a más de 3.000 metros de altura, las nieves de las lejanas cumbres le devolvían los últimos rayos del sol a través de un aire tibio de finales de primavera. Al masticar las endrinas su dolor de muelas se alió con los retortijones de estómago que venía sintiendo desde que comiera aquella carne seca de cabra durante el almuerzo. Reunió un poco de broza y las ramas secas de un tejo cercano al tiempo que tomaba de entre sus ropajes un pequeño saquito de piel para encender el fuego. Extrajo el hongo yesquero, y comenzó a golpear sobre él un fragmento de pirita con una lasca de sílex con tan mala fortuna que el afilado borde de la lasca le produjo un profundo corte en la mano. Maldijo en voz baja. Verdaderamente hoy Ötzi no tenía un buen día. Se aplicó sobre la herida una cataplasma hecha con corteza de abedul para contener la hemorragia y evitar la infección. Fue entonces cuando oyó el ruido a su espalda.

El instinto de guerrero desarrollado después de tantas lides le hizo levantarse como un resorte ignorando la protesta de sus maltrechas rodillas y girarse al tiempo que extraía de su funda el cuchillo de sílex con una mano mientras se protegía con la otra.

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