Ajuca
Ni Morgan, ni Drake, ni Barbarroja. La medalla de oro de la piratería –por cantidad y calidad– la ostenta Ching Shih (1775-1844), una mujer china de armas tomar que también sería ramera, proxeneta, traficante de opio, legisladora, protofeminista… Una hembra despiadada y exigente capaz de comer ratas con arroz, beber alcohol mezclado con pólvora, casarse con su hijastro, poner en jaque a un Imperio y hacerse de paso acreedora de una entrada en la imprescindible ‘Historia Universal de la Infamia’ de Borges. Al Capone, a su lado, un voluntario del Domund.
La historia empieza cuando la buena –en términos de piratería– de Ching Shih fue rescatada del burdel donde trabajaba por el próspero pirata Cheng, quien la haría su esposa. Ella, en vez de dedicarse a sus labores suponemos que tomó buena nota del quehacer del marido, pues al enviudar se hizo con la jefatura de su flota. Poco después, para fortalecer su autoridad, se casaría con uno de los hijos de su difunto esposo (según las crónicas parece que también había deseo de por medio).
Una vez al mando, la viuda Ching, como la llamaría Borges, se reveló como una corsaria tan habilidosa como ambiciosa, capaz de aumentar el parque náutico de su marido (unos 400 barcos) hasta crear una pingüe coalición pirata de unos 2.000 navíos y más de 80.000 hombres.
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